miércoles, 3 de octubre de 2012

Saltando la telera: "Las luces del cementerio viejo" - Raúl F. Catón Abril "Torba"


Desde Barcial de la Loma, prácticamente en la raya entre la provincia de Valladolid y Zamora, en plena Tierra de Campos, nos llegará "Saltando la telera" de forma periódica, Raúl F. Catón Abril "Torba", para acercarnos a su visión de un pueblo de Tierra de Campos, de cómo se ha vivido, se vive, y cómo se puede conjugar la vida del s. XXI, con lo aprendido y vivido en el s. XX, desde su experiencia, comprometido con el patrimonio y la historia viva de Barcial de la Loma.

"Las luces del cementerio viejo"

Hacía ya  unos días que salía de casa cerca de las cinco de la tarde, aún relamiéndome del sabor del cocido, que cada día nos ponía mi madre para comer. Ese sabor a manteca de cerdo y a carne de chivo que durante la siesta no me había abandonado afortunadamente.

La correa del zurrón cruzando mi pecho. Dentro la merienda preparada por mi madre y una botella de agua. El paraguas para darme sombra y los perros. Pecas y Rabón ya  ladraban a la puerta de la calle, esperándome. Era la hora de salir con el rebaño.

Yo tenía doce años. Mi padre había decidido que no fuese más a la escuela. Ya tenía edad para  una ocupación. Todas las tardes saldría con el rebaño. El podría descansar del madrugón diario antes de salir con el rebaño por las mañanas hasta la hora de comer.  Tenía que volver a ordeñar a mi vuelta de la “suerte” y echar cama y comida al ganado.

En este último ordeño intentaba ayudarle. Aún así, nunca antes de la una de la madrugada habíamos terminado. A las cinco de la madrugada se tiraba a diario de la cama para volver entre las ovejas.
Coloqué a Pecas y a Rabón detrás de mí y abrí el portón del corral del aprisco. Las ovejas salieron alocadas, todas a la vez. Atropellándose. Mantuve los perros a raya. Con el calor no es bueno para los animales un alboroto y la sofoquina.

Cerré el portón. A rodillazos me abrí paso entre las ovejas, ahora paradas en la calle, para colocarme delante de ellas. Las arreé despacio… ria, riaaa, riaaa… Arrancamos.

La Jabera de Muñoz, mi destino, no estaba lejos. Llegamos pronto. Las ovejas pacían tranquilamente a la sombra de los olmos en la pradera que entre ellos se forma. Venía un aire de abajo, “gallego”, calentorro. Miré hacia la parte del río. Hacia Villar. Vi como se empezaban a formar nubes bajas. El sol “picaba”. Vi, pues ya no dejaba de mirar, muy lejanas aún las primeras “cuerdas de las nubes al suelo”,  Las nubes se volvieron grises y al ser poniente comenzaron a oscurecer la tarde peleándose con el sol.

Pecas y Rabón  permanecían tumbados. Las ovejas pastaban a sus anchas mientras el bochorno ayudado por el aire caliente derretía el ambiente.

Sonaron lejanos los primeros truenos. Un sonido largo y repetido. Los animales estaban tranquilos. Yo no. Pero no me movía. No quitaba ojo a lo que ocurría abajo poco más allá del río.

Nadie me había dicho nada sobre qué hacer en estas circunstancias. El sol terminó cubriéndose. Era pronto para regresar. No sabía silbar y estaba silbando. Escarbaba con la cacha sobre la pradera de la jabera. Me rascaba sin parar. Miraba la tormenta ya perfectamente formada y subiendo, cada vez con un color más negro. Comencé a moverme de un lada hacia otro.

El tiempo avanzaba lentamente. Entendía que mi obligación era la de aguantar allí por el bien de los animales. Más pasto más leche.

Era el mes de julio. Las nueve de la noche más o menos por la altura del sol y la largura de las sombras, difíciles de ver ya por la oscuridad de la tormenta. Se me hizo de noche. Un relámpago con un increíble resplandor, rebotó de tronco en tronco en los álamos de la Jabera. Nos dejó petrificados. Los perros corrieron a refugiarse bajo una zarza. Las ovejas corrieron por un instante sin sentido. Y yo…. yo casi me lo hago encima.

El trueno fue ensordecedor y nos dejo a todos quietos como santos en la iglesia. ¡No se movió ni dios! Y solo se oyó bajo la zarza el aullido de los perros.

Comenzó a jarrear. Llamé a los perros y comencé a mover el rebaño hacia el camino que a duras penas veíamos. Todo era nuevo para mis doce años y solo en el campo. Tomé el camino de Villar que conduce hasta el Huerto Costilla. Temblaba, no sé si más de miedo o más del frío del agua. En cada resplandor de los relámpagos veía la sombra de los monstruos amenazantes que habitan  el Huerto Costilla. Con el ruido de los truenos el ganado se detenía y los perros se escondían entre mis piernas. Avanzábamos. Despacio. Habíamos dejado ya atrás las sombras amenazantes del Huerto de Costilla. Desde lo alto del camino se entreveían las dos bombillas de la entrada al pueblo.

Se iluminó el cielo con otro relámpago. Nada extraordinario con los que estaban iluminando la noche uno tras otro.  Un extraño sonido salió de dentro del rebaño. Me asusté más de lo que ya estaba. Nunca lo había oído. Sin saber por qué las ovejas dieron la vuelta y comenzaron a correr en dirección contraria pasando por encima de mí, hasta llegar al bajo de la cuesta. Con ellas corrían los perros. Me levanté temblando y aturdido. Dolorido y lleno de barro. Se detuvieron. Bajé en su busca. Allí estaba parado el rebaño. Todo, menos la tormenta, parecía normal. Llamé a los perros y no hacían caso. Cuando lo conseguí me coloqué delante del rebaño y a base de mover los perros tomamos el camino de nuevo. Volvíamos a estar en la parte alta del camino. El miedo me obligo a apretar con fuerza la cacha. Solo nos faltaba cruzar por delante del cementerio viejo. Un nuevo relámpago iluminó la noche oscura y con los ojos abiertos como platos pude ver como se encendía el linderón de acceso al cementerio viejo. Me quedé parado mirando. Temblando. Un miedo que me paralizó al ver como con cada relámpago el linderón del cementerio viejo se llenaba de luces verdes y amarillas que se apagaban y volvían a encender a la luz del relámpago. Las piernas temblaban. Los dientes castañeaban y lloré. Lloré de impotencia y de pavor. Era prisionero de las ánimas.


 Cuando reaccioné, no recuerdo el tiempo que pasó, pude girarme y comprobar que ni el rebaño ni los perros permanecían detrás de mí. De nuevo las ovejas habían corrido despavoridas en dirección contraria y adelantadas por los perros se habían vuelto a detener en la parte baja del camino. Llegué hasta ellas de nuevo. Llorando y temblando de pavor. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué eran aquellas luces en el cementerio viejo?

¿Por qué me había tocado a mí? Mis miedos no tenían consuelo. Y quieto junto al rebaño me sentía más a gusto. Con los ojos llenos de lagrimas  e implorando que todo pasase, pensé  en cómo debía de hacer las cosas. Ya no me importaban ni los relámpagos, ni los truenos, ni el frío… Solo esa luz verdosa que encendía el linderon del cementerio viejo. No encontraba respuesta ni consuelo.

Me quedé parado con el rebaño en la parte baja del camino. Tras cada relámpago, se podía apreciar esa luz verdosa que salía de junto al cementerio viejo. ¡¡No podría pasar!!

Entre mis llantos ahogados de suspiros, dudé si jamás podría pasar más miedo que en esos momentos, ante las luces misteriosas del viejo cementerio. Pero las dudas se disiparon y mi temor subió de tono cuando en lo alto de la cuesta del camino vi una luz balanceándose, proyectando una gran sombra que se acercaba camino abajo. No me moví. Cerré los ojos y lloré con más coraje. 

 -¡Emiliano! ¡Emiliano! – me pareció escuchar y reconocer la voz de mi padre.
-¡Aquí! ¡Aquiii! - Me fui hacia él llorando. Antes de poder articular una sola palabra me soltó un sopapo espectacular que hizo que callara en seco, ya que me amenazó con otro si no lo hacía. ¡No me importó! Tampoco me dolió.
-¿Qué haces aquí parado? Nos tienes a todos preocupados por el rebaño. Las ovejas están empapadas.
Yo aguantándome las lágrimas, le conté que ni el rebaño, ni los perros ni yo habíamos podido cruzar ante el cementerio viejo, pues a cada relámpago el linderón se encendía de luces verdes y amarillas.
-¡Tonterías!- Argumento. -¡Vamos déjame a mí! ¡Tú ponte detrás y azuza el rebaño! ¡Vamos!
Así lo hicimos. Llegamos de nuevo a lo alto del camino, junto al cementerio viejo. Un nuevo relámpago iluminó el espacio. El cielo tembló con el trueno. Tembló la luz del farol. Él quedó quieto aunque el farol no dejaba de moverse. ¡Se oyó un juramento! Todos, menos él, de nuevo corrimos hacía atrás. Cuando el bajó temblaba de miedo. Yo lo noté. Con un tono de voz muy extraño no dejaba de dar órdenes.
-Vamos azuza al rebaño por el sendero que sale un poco más abajo hasta el camino hondo. 

Evitemos el pasar junto al cementerio. Yo voy delante con el farol. Llegamos al camino hondo. Cruzamos la carretera y llegamos al regato. Por la ladera de los árboles llegaremos hasta el corral del aprisco y encerramos las ovejas.

Y así fue. Entramos en la cocina. Mi  madre preguntó con cara de susto qué había pasado. Nadie dijo nada. Callamos. Mi madre volvió a hablar:

- Has llorado Emiliano. ¿Qué ha pasado?

Ninguno de los dos abrimos la boca. Yo ni la ropa mojada sentía. Me la tuvieron que quitar. Nunca se volvió a hablar del asunto. Yo jamás se lo he contado a nadie hasta hace unos meses, que ya jubilado, se lo conté a mi sobrino. Hoy que había tormenta me ha llevado junto al linderón del cementerio viejo. Ya puedo estar tranquilo. Ahora sé qué pasó. 

Raúl F. Catón Abril "Torba"
Barcial de la Loma

Foto: Foro-ciudad.com

2 comentarios:

  1. Bravo Raúl, este escrito me encanta, ya te lo ha dicho muchas veces, sigue escribiendo así, es una pena que no te lo hayan premiado. Un beso

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  2. Gracias Raul por tus colaboraciones. Te seguí un tiempo en el foro de Palazuelo, con interés y simpatía con tus escritos, y me alegra poder leerte en nuestro blog.

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