domingo, 21 de octubre de 2012

Saltando la telera: "Un antes de ahora..." - Raúl F. Catón Abril "Torba"


Delante iban tres monaguillos. Uno con la cruz en el centro y dos a los lados con dos velas.
Detrás el Sr. Santos con el pendón. Y después el estandarte, santos, el cura, viejas que rezaban, niños… ¿qué sé yo?... Como todos los años.
Los dulzaineros tocaban una marcha. La misma siempre y de siempre. Cada tanto un hombre acercaba la mecha del mechero a un cohete de tres tiros. Los muchachos corrían tras la caña, y cuando la cogían se sentían triunfadores, como si hubiesen encontrado un tesoro.
El sacristán, el Sr. Patrocinio, repicaba bajito las campanas. Bajito para que la gente atendiese a la procesión; para que las viejas que rezaban pudiesen pasar las cuentas del rosario y escucharse unas a otras, haciendo el trabajo juntas, como se hace la siega o la vendimia.
Yo rabiaba por ir también en busca de cañas de cohetes, pero nunca me dejaban. El abuelo no se cansaba de contarme y repetirme la historia de aquel muchacho que perdió las dos manos por coger una granada sin estallar. Y mi madre me recordaba lo sucedido con Eufemín hace años y Gabrielín hace menos. Los coheteros.  A los dos un cohete sin estallar les llevó un dedo de la mano a cada uno. Me apretaba contra ella. “Reza y mira los santos”, me decía. Soy el único del pueblo que en todo voy al paso de la gente mayor. Quieren que llegue a hombre antes de tiempo. Y yo tengo muchos deseos de crecer. Pero con el deseo no basta. Deben pasar años. Mientras no puedo divertirme con mis amigos.
Los santos se mecían sobre las andas por encima de las cabezas de las gentes. La Dolorosa es una talla  muy lujosa que donó a la iglesia la familia Ramos Abril. Aunque no hubo quien opinó como “Torba” el hereje-rojo, que ese dinero había estado mejor en manos de los pobres. Pero al hereje-rojo nadie le daba crédito. Y cuanto diga es como si lo dijese el mismísimo diablo.
Después de dar una vuelta entera alrededor de la Iglesia la procesión se detuvo en el atrio. Atravesó de nuevo el portón, hizo la inclinación al Santísimo y volvió a salir para recorrer el pueblo entero. Los dulzaineros seguían erre que erre con la misma jota y el Sr. Patrocinio, agachado seguía repicando con la esquila bajito.
Una de las mozas que llevaba a San Antón comenzó a desmayarse y mi madre se le acercó ayudándola. Yo aproveche la ocasión para escaparme. Huí de la procesión. El hombre de la pólvora le puso fuego a un cohete, Cuando estalló miré hacia arriba y luego me eché a correr. Y sin saber como fui a parar  a la era del hereje-rojo. Ya no me acordaba del cohete que iba persiguiendo. Se movió un alambre y enseguida apareció Polka, la perra. Vino hacia mí mostrando los dientes. Reculé para que no me mordiera y fue cuando mis ojos dieron con el dueño de la casa.
-¿Tú qué haces aquí?- me dijo con cara de pocos amigos. No supe que responderle. Pensé en el cohete, en la procesión, en mi madre.
-¿Venías a robar melocotones?-
-No, señor, que a mí me enseñan que robar es pecado.
El hereje-rojo me cogió por un brazo y atravesó la era conmigo hacia la cocina. Yo me dejaba llevar. La perra, polka, venía detrás, lamiéndome la grasa con que mi abuela me había untado las sandalias.
Nos sentamos cada uno en un taburete. Todo estaba muy limpio. La cocina blanqueaba, sin hollín ni telarañas, y con un vertedero grande que daba al corral.
-¿De manera que no venias a robar?
-Es pecado- Volví a decirle.
-Y si no fuese pecado  ¿vendrías?
Quedé un instante como si me hubiesen dado una bofetada. El hereje-rojo encendió un cigarrillo, se restregó las manos y me miró sonriendo.
-¿Tú eres Balbino verdad?
-Sí, señor-
-Tus padres son buena gente, pero andan muy pegados a la cera; son muy amigos del cura y de los santos, por no decir de la devoción casi religiosa al señorito. ¿Estuviste en la procesión?
-De ella vengo- le respondí.
-¿Y qué sentiste?
Yo le dije que había sentido las campanas, la campanilla del sacristán, a los dulzaineros y el murmullo de las gentes que rezaban.-No, no –me atajó-.Quiero decir si pensabas en Dios y en los santos.
-Pensaba en los cohetes  -le contesté.
-Pues ahí tienes;  la gente que va rezando tampoco presta atención a lo que hace. Unos piensan en la panera vacía, en los impuestos, en la parpaja del trigo; otros tejen en el pensamiento peores ruindades, y hasta siente envidia de la ropa buena que llevan los demás. Tú eres un niño y no entiendes todavía ciertas maldades. Si un herrero, pongamos por caso, no presta atención a lo que hace, cuando tiene el corta pezuñas cerca de la mano se corta. Pues rezar, para quien cree, es como hablar con Dios. Y si Dios es como dicen, ya debe de estar preparando un infierno para todos los que le hacen burla de esa manera.
Yo comencé a temblar.
-¿A ti nadie te ha contado por qué me llaman el hereje-rojo? –me preguntó.
-No, señor.
 -Me pusieron ese apodo porque hablo siempre de estas cosas y en contra de los señoritos. Esos son los peores. Todo para sus chalecos. Y saben que tengo razón. Pero por fuera me insultan. A mi tanto me da, lo siento por ellos, que parecen ovejas en vez de hombres y de mujeres. Cada cual dió su alma a guardar al cura, y el cura no hace más que estropeársela. Nadie piensa por su cuenta. Pensar es pecado. Pedir justicia, verdadera justicia, es pecado. Y también es pecado tener ideas o andar por cuenta propia en busca de la verdad. Pero tú eres muy pequeño para entender algunas cosas. -¿Vas a la doctrina?
-Voy, si señor –contesté.
-¿Y qué enseña el cura?
-Nos habla de la Trinidad, de las oraciones, de la misa, de los cuatro infiernos…
-¿y vosotros entendéis a derechas todo eso?
Me callé por falta de la más mínima contestación.
-No todos son así. El Cura de Villamuriel le explica a los niños algo del catecismo. Algo, porque si no ya el arzobispo le hubiese mandado a sembrar nabos. Pero también les enseña geografía e historia, costumbres de gentes de otros tiempos y de otros países. Y además les dice cómo se planta la vid, cual es el mejor tiempo para injertar y otras cosas. Los feligreses le quieren. Va con los mozos a la cantina de Ramón y si se tercia juega con ellos una botella de sidra y caja de amarguillos al truque. Y los mozos le cantan la misa los días de fiesta. Ese todavía…
Oímos ladrar a la perra. El hereje-rojo se levantó abrió la puerta. Reconocí enseguida la voz de mi madre. Mi padre me cogió del brazo y me arrastró hasta casa. Me castigó con la cuerda. No lloré. Me dolió todo el cuerpo, pero sentí como si me doliese algo que en verdad no duele. ¿Qué se yo? Como si me doliese el alma.
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Fotografías: Raúl F. Catón Abril "Torba"

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