jueves, 11 de octubre de 2012

Saltando la telera: "No habrá gallo para Navidad" - Raúl F. Catón Abril "Torba"


Se oyó un golpe fuerte y seco de la puerta de la cocina que da al corral.
La gata que ronroneaba sobre una silla, al lado de la puerta salió corriendo y desapareció antes de que ésta se cerrara.
-¿Federico eres tú? – Preguntó Adela mientras seguía dando cera roja al suelo del comedor. Suelo que la gloria hacía sumamente agradable por el calor.
- ¡Quién voy a ser… cojones! ¿Sabes que horas son?
-No. No lo sé. Pero llegas antes que ningún otro día… ¿Pasa algo? – Se volvió a oír otro ruido seco. Algo que había caído al suelo en la cocina.
Adela dejó la cera, se incorporó del suelo, y asustada dio cinco pasos hacia la cocina. 
Allí estaba Federico, tiritando de frío, arrimado a la lumbre y una banca en el suelo.

-¡Maldita helada! – dijo - ¡Nos mata a los animales y me mata a mí! ¡Atiza la lumbre mujer! Mis manos están congeladas de sujetar los ramales y apenas las muevo ni para coger las tenazas. ¡Atiza la lumbre mujer que estoy jodido frío! Cada año siento más el frío. Cada año la misma lluvia me empapa más. Cada año me cuesta más hacer lo mismo. Y cada año a las mulas les cuesta más el trabajar. Estoy aburrido y amargado. Solo. Solo desde que Antonio se fue a la maldita ciudad. Ya se lo hubiese dejado todo a él y tendría para vivir. ¡Maldita sea mi estampa!  

Adela tomó el fuelle lo dirigió a la lumbre y sopló con él. Surgieron las llamas al quemar la paja entera. Echó unos palos del manojo del sarmiento que tenía bajo el hogar.
Levantó la banca y arrimándola a la lumbre hizo que Federico se sentara.

-Tienes la ropa congelada
-¡Tengo hasta el alma congelada! ¡Maldita sementera! Nunca la hice en condiciones tan raras de tiempo! Ni tan raras de espíritu.

- La niebla aún no ha levantado, y ya es mediodía – dijo Adela.
- Ni ha levantado ni levantará ya. El campo está helado. Hay que trabajar tres veces más para abrir el surco. El ganado se cansa y cada pasada la haces con más frío. De los canalones cuelgan carámbanos cojonudos. Les tendremos ya para toda la Navidad. ¡Atiza la lumbre mujer! Acércate al pajar  trae una cepa y échala.
- Sabes que ahora no. Me quemará el cocido y no le falta mucho para estar. Para cuando termine la sopa, traigo la cepa. Ahora reaccionarás – dijo Adela.
 - ¡Maldita sea mi estampa! No he sido capaz ni de quitar los arreos a las mulas. Están hasta con el collarón puesto. Las metí en la cuadra y cerré la puerta. He de darlas una vuelta. Ni siquiera paja las eché de comer. ¡Cada día voy a menos. Si alguien me ayudase!
Dijo Federico tapándose la cara con las manos. Un par de lágrimas mojaron sus manos agrietadas y curtidas por los trabajos del campo. ¿Las causó el frío? Yo creo que no. 

-Deja de lamentarte. ¡Quejica! Que ya lo hago yo.
Dijo Adela mientras salía por la puerta envuelta en el chal negro y arrastrando las albarcas que había calzado en sus pies.

Federico comenzó a reaccionar. Movió sus manos, desde la cara hasta casi meterlas en la lumbre. 
Se llevó una mano al bolso del pantalón remendado de pana y sacó el moquero.
Se limpió los ojos, pasó a la nariz y de ahí a la boca  limpiándose la saliva y  el moco congelado. 
Se quitó la gorra, escarchada por el frío de la helada.  La sacudió contra sus rodillas antes de volver a ponérsela.
Un hombre sin gorra es como un palomar sin techo, pensó por un instante. Entran todos los bichos.
Ya se encontraba más a gusto. Se llevó la mano al bolsillo del chaleco y sacó la petaca. Tomó del librillo un papel de fumar, lo sujeto entre los dedos y sobre la palma de la mano, echó tabaco suficiente, para después de quitarle los “palos”, liarse un cigarrillo.
Con las tenazas cogió un palo de sarmiento que ardía en la lumbre y encendió el cigarro. Aspiró del mismo fuerte y profundamente. Y al soltarlo por su boca lleno de humo la cocina. Tampoco era de exagerar,  por el tamaño de la cocina no se trataba de una proeza. 
Fumando le encontró Adela a su vuelta. Se quitó el chal de por encima y lo colgó en un gancho y dejó las albarcas al lado de la puerta.


- Ya están aviadas las dos mulas. Les he quitado los arreos, las eché en el pesebre paja y cebada, y en el suelo una cama nueva de paja, para que maten el frío. También estaban congeladas. ¡¡Por cierto a la que no he visto ha sido a la perra!!
Dijo Adela mientras dejaba bajo el hogar la cepa para echar en la lumbre después de hacer la sopa.

- ¿La perra? Por el pinar de Carrespinar la dejé, corriendo un conejo entre los pinos. Si no ha venido, ha cazado y volverá tras el banquete. ¡¡ Llevaba dos días sin comer, más que las sobras que le damos!! ¡¡Pa morir de un atracón!! ¿Sabes algo nuevo de los hijos? – Preguntó Federico como sospechando algo, pues la Adela ya hubiese contado si fuese algo bueno.

- ¡¡Ahí va dios Federico ya se me olvidaba!! Vino esta mañana Carmen, la telefonista, pa decirme que había llamado la Mari y que volvería a llamar al rato. Bajé pa allá. Llamó al poco. Se oía muy mal y sabes que yo no soy capaz de hablar por esos aparatos. Pero cogí el recao: No estaba la señora de la casa y por eso llamaba. Que no vendrán a cenar. Ni pueden venir mañana a comer. Ni ella ni el Antonio. Ella ha de servir la cena a los señoritos y él trabaja hoy en la obra hasta el mediodía.. Que cenarán en casa del tío Ciriaco. Mandó besos. Y calló - dijo Adela temerosa de la reacción de Federico. 

La cocina no solo quedó en silencio y encogida aún más, sino fría como el corral.
El calor que antes había, desapareció, helando las almas de los dos.
El silencio que duró un buen rato, solo se rompía por el ruido de Adela al aspirar los mocos que el llorar producen.

-¡Ese cabrón, si que vive bien!
- ¿Quién? – preguntó Adela.
- ¡Quién va ser!! Mi hermano Ciriaco. Me vendió su parte. Nos reíamos cuando se fue a la ciudad. ¡Y “ay” le tienes! Portero, con traje, sin hincarla. El carbón no le falta pa su cocina, que es de la comunidad. Y ahora en Navidad encima le regalan los vecinos cosas. ¡Fue más listo que yo maldita sea mi estampa! Y al final se terminará quedando con lo que él nunca pudo tener… mis hijos – Dijo Federico lleno de ira y rencor.
-¡Ellos vendrán Federico, somos sus padres!- dijo Adela sin dejar de llorar
 - Poco, Adela, poco. Vendrán muy poco. Y cuando le cojan el gusto a venir nosotros ya no les veremos. ¡Puta vida! – Dijo Federico volviéndose a llevar las manos a la cara.
No había asimilado ni asimilaría la marcha de Antonio del pueblo para trabajar de peón en una obra de la ciudad. ¡Si alguien le viese!. Él le hubiera dejado la labranza y le hubiera ayudado solo por la manutención de él y de Adela. Él había sacado a dos, bien podía sacar a otros dos y encargarse de sus padres.
Lo de Mari lo podía entender. No tenia futuro en el pueblo, y la labranza no daba para repartir. Además no había mozo en el pueblo que la mereciera y en la ciudad tendría su oportunidad. ¡Pero Antonio!
Era algo que no ha dejado de darlo vueltas en su cabeza desde el mismo día y hora que anunció que se iba a la ciudad, que su tío le había buscado trabajo.
Pensaba y pensaba y no dejaba de pensar, hasta que se quedó dormido frente al hogar.
Adela aprovechó y sigilosamente coló el caldo del puchero grande, donde cocían garbanzos, espinazo de cerdo, tocino rancio, y un buen trozo de carne de falda que había comprado al “cortador” ayer por la tarde.
Con el caldo separado en una olla más pequeña, esperó a que hirviera. Y añadió la sopa.
Atizó el fuego en un lugar alejado y puso sobre la trébede un sartén con manteca. Se acercó a la alacena de donde sacó una bandeja vieja de cristal con la pasta de los rellenos, que había preparado la noche anterior. Apenas hizo cuatro y los echó a la sartén.
Después de limpiarse las lagrimas varias veces mientras no para de aderezar la comida y oír como Federico roncaba, ya tenía todo en su punto.
Colocó en la camilla de la cocina dos platos de barro. Dos vasos y llenó la jarra de vino.
 Sirvió la sopa para que fuese enfriándose y despertó a Federico.
- ¡Federico! – Dijo golpeándole fuerte en el hombro.
 -¡Me vas a tirar al fuego! – gruñó Federico haciendo un gesto de querer quitar la mano de Adela de su hombro.
 -¡Vamos gruñón a comer! – dijo Adela.
Giró la banca Federico y se situó en la camilla. Frente al plato de barro humeante del calor de la sopa. Esperó.
Adela estaba frente a él pero no se miraban. Sus ojos no se levantaban del plato.
Estaban ya terminando los garbanzos cuando Adela quiso romper el hielo y preguntó:  
- ¿Cuando matarás el gallo?
Federico la miró con los ojos muy abiertos y con cierto aire de amargura en su gesto de la cara.
- ¿El gallo, pa ti y pa mi? Ca. Nada de eso.
- Federico – dijo Adela – es costumbre en tu casa de siempre comer gallo por el día Navidad.
 - Mañana un día normal. ¡No hay nada que celebrar! No pienso ni ir al café!
Así se joden que no podrán preguntar, nada que no les interese. Voy a limpiar las cuadras. ¡Todas!. La de las mulas, el gallinero y la de los cerdos.
Y guardó silencio mientras Adela había vuelto a llorar.
 - Pa cenar esta noche haces unas sopas de ajo, de esas que te salen a ¡gloria bendita! y sacas lomo del puchero la manteca. Pa ti y pa mi ya hay cena. Luego si quieres salimos a la Misa del Gallo… y si quieres con el traje de pana nuevo. Y después a la cama que mucho frío si que hará. El gallo lo dejamos pa fiestas. ¡A ver si vendrán!
-¿Y ni siquiera irás a maitinar después de la Misa del Gallo?
- ¿Pa qué Adela? ¿Hay algo que celebrar? Y todos tendrán algo que preguntar, ¡si les conozco yo! Siempre te dije Adela que había dos navidades bien distintas. Una cuando todos están. Otra, cuando comienzan a faltar. 
Si nos descuidamos… ¡¡ni la perra vendrá!!
 Terminaron de comer de nuevo en silencio. En silencio se levantó Federico de su banca. Se acercó al hogar cogió el moquero que había colgado de la alambre para secar y salió de la cocina comino de su habitación.
Se quito la chaqueta, el chaleco y la camisa. Se quitó el pantalón y con la camiseta de algodón de invierno y los calzones largos, sin quitarse los calcetines de lana se metió en la cama, esperando dormir buena siesta.
 Adela tras recoger la mesa y fregar quiso seguirle. Pero no pudo. Salio al corral a entreabrir la puerta del mismo por si volvía la perra, tuviera por donde entrar y no despertase a Federico al ladrar.
Volvió a la cocina. Sacó la hogaza de pan ya casi duro y se puso a migar. Lloraba más que migaba. Con los ronquidos de Federico ella sobre la camilla cayó rendida.
 Fuera la niebla no levantaba y la helada no había parado en todo el día. En la calle los niños de vez en cuando pasaban cantando villancicos. Si no era así, el silencio dominaba, fuera, dentro y en las almas.
 Federico y Adela vivieron en el pueblo unos años más.
 El gallo salvó las fiestas de ese año.
Unas tres navidades y dos fiestas más.
Se había convertido en un doloroso símbolo. Símbolo que también murió.
Antonio y la Mari volvieron entre navidad y fiestas. Volvieron un miércoles de ceniza a la tarde y volvieron a sus padres enterrar.
Un martes de carnaval murió Federico por la tarde. Los pulmones.
Un miércoles de ceniza, a la mañana, murió Adela de soledad.
Lloraron las campas de la torre. A nadie más se le oyó llorar. Silencio no había. Los nietos que no conocieron no dejaban de jugar.

La casa cerrada estaba hasta hace pocos años. Cerrada y bien cerrada hasta que año tras año fue cayéndose  y la hicieron solar.
 De la perra jamás se supo más.

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