viernes, 16 de noviembre de 2012

Saltando la telera: "Nocturno" - Raúl F. Catón Abril "Torba"


Con más agilidad que torpeza me vestía. Todo había sido cuestión de tiempo y entrenamiento.
La falta de valor a levantarme solo de la cama, me había llevado a acostumbrarme a no madrugar. Más bien a levantarme tarde.
Prefería la noche. Una noche de estreno. Estreno al que no faltaba nunca.
Abría mi ventana notando la vida muerta de su madera y la dureza de sus herrajes sobre mis dedos. Respiraba profundamente.
Buscaba en ese aire que respiraba, imágenes a través de los olores y los sonidos.
Y a pesar de las veces que me dijeron, que frente a mi ventana, no había cambiado nada desde que me fui… el pueblo olía y sonaba distinto, el campo olía y sonaba menos y la faena olía y sonaba más refinada..

Lo puedo asegurar a pesar de llevar solo un tiempo en el pueblo y compararlo con los recuerdos de mi niñez. Una niñez que se llevaron del pueblo y no volvió por el mismo hasta hace cinco años. Llevando ya en mí cuerpo y en mi rostro las heridas de una vida ya vivida y casi gastada.
Sonidos y olores distintos; pero no por ello menos atractivos.
Cada día  grababa en mí cada uno de ellos. Tenía infinidad. Pero más infinito era aún el espacio donde guardarles.
En la era del tío Vicente, el tractor se afanaba por alimentar el “Sinfín”. La aventadora lanzaba al aire el sonido de sus movimientos de “caderas”, el chirrido de sus maderas, limpiando el  grano y separando las granzas.
El canto de las golondrinas en sus vuelos interminables hasta los nidos bajo los aleros del tejado, eran tan próximos que ponían banda sonora al calor del sol que ya a medía mañana se colaba por la ventana sofocando  mi rostro.
¡Había soñado muchas veces, durante muchos años, con estos despertares!  ¡Hace cinco años que eran míos!.
Bajaba, tras llenarme de mañana, muy despacio hasta la cocina. Había silencio. Eloisa ya había salido a rondar las calles.
Salía al corral y en la mesa, bajo las viejas acacias,  encontraba mi vaso de leche y mis cuatro galletas. Siempre lo tomaba de pie. Tara no me hubiese dejado tomarlo sentado. ¡Antes se lo hubiera tomado ella o más bien lo hubiéramos dejado caer!
¡Mi vieja Tara! Siempre alegre al verme.
Sentado en mi viejo banco, tenía a mis pies nuestro palo. Solo tenía que acariciarla, mimarla y dejarme lamer. Declararnos nuestra amistad y amor todos los días. Y tras la ceremonia  lanzar el palo justo frente a mi y que este llegara lo más lejos posible. Sus uñas rozaban sobre el cemento cuando salía zumbando a por el palo. Palo que mojado en su boca dejaba de nuevo sobre mis piernas. Y volvía a ladrar, provocándome para un nuevo lanzamiento. Y otro. Y otro…
Cuando Eloisa entraba por la puerta trasera, corría hacia ella, para repetir el ritual del reconocimiento de amor y amistad hacia ella.
Su besos me sabían dulces y sus palabras suaves. Salíamos a dar un paseo los tres. Me gustaba ser acompañado de Eloisa mi ya vieja sufridora y Tara. Mi fiel amiga.
Nunca supe por qué lo llamábamos paseo a lo que era más el hablar que el andar. De los portales y ventanas que cruzábamos salían saludos y “quimeras fingidas” para entablar conversación. En ocasiones no sabemos comenzarlas sin antes “faltar”. ¡Somos así!
Cuando el sol se volvía ya insoportable por su ardor, volvíamos los tres a casa.
Apenas en el corral Eloisa se adelantaba para dar agua a la perra y colocar mi silla en el mejor lugar, de la mejor sombra, de las dos viejas acacias.
Allí me sentaba. Bajo mi silla se dormía Tara. En la cocina canturreaba Eloisa; mientras el aroma de su guiso inundaba el corral.
Yo me relajaba si le había, con el sonido de las ramas de las viejas acacias. EL silencio de las mismas sin agitar, me indicaba el grado de calor del día.
El olor a romero, tomillo y lavanda que Eloisa había plantado rodeando una pequeña huerta, cuando tiramos las viejas cuadras de mis padres haciéndolo todo corral; llenaban de aroma las ráfagas de calor. Así permanecía horas. Oyendo como los gorriones se refrescaban en la pila del pozo y se perseguían por las ramas de las acacias.
Sonidos que se mezclaban con los ronquidos de Tara.
Bajo esa sombra comíamos los tres. Y bajo esa sombra esperábamos los tres entre vela y sueño a que el calor bajase para ahora sí, dar un largo paseo. ¡Siempre los tres!.
Cada vez eran más cansada la vuelta. Pero aún eran más necesarios los paseos.
De vuelta en casa, Eloisa recogía cuatro tomates y una lechuga de la huerta y regaba las plantas del corral y la huerta. Su aroma volvía ser profundo. Era uno de los momentos más bellos del día. Las golondrinas habían dejado su espacio a los vencejos. Pequeños aviones que silbaban en el aire. A la alondra se la oía a lo lejos. En la era haciendo dúo con el cucuyo. El canto del fonso, que nunca fallaba, era “el toque” de cena.

Había una especie de carrera por ver quien llegaba el primero al rincón de la plaza a tomar el fresco. ¡Buenas tertulias!. Buen bullicio, entre grandes y niños. Los unos hablando, los más pequeños jugando. No importaba repetir con frecuencia las mismas historias o las mismas anécdotas. Las risas eran distintas y de la misma intensidad. Un repaso a la vida. Un intento de predecir el futuro de cada uno ¡Que sé yo!
Eloisa me apretaba el brazo con disimulo. Era la hora de recogernos. No éramos los primeros en marchar. Más bien cerca de los últimos.
Yo entraba en casa derecho a mi silla bajo las acacias. Eloisa  dejaba todo en condiciones para que subiera a la cama cuando quisiera. Se despedía con un beso y se acostaba. Ella madrugaba.
El leve sonido del interruptor de la luz de la habitación de Eloisa era la señal. Era la entrada. Era el momento. Comenzaba la sinfonía de cada noche, dentro de un silencio que la mayoría  escuchaba. ¿Cómo se puede hablar del silencio de las noches de Tierra de Campos? 
Una sinfonía única. El estreno de cada noche.
Hoy no era de viento. Las ramas de las acacias no se golpeaban entre si. Sonaban con fuerza los grillos cercanos. Grillados e incansables. Más lejos las ranas del regato. Oliendo novia los perros de Facundo y Virgilio ladraban. Justo encima de mi cabeza, en el tejado de casa, el mochuelo ululaba. Y así, todos a compás y al ritmo de mi mano, durante horas, sonaban.
Solo me quedaría describiros el cielo de la noche, para poner imagen a la banda sonora a la   sinfonía. ¡Como me gustaría!
No lo podrá hacer este viejo ciego que os lo cuenta. ¡Pero os puedo contar como lo imagino…!

Texto y fotografías de: Raúl F. Catón Abril "Torba"

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