Se oyó un golpe fuerte y seco de la
puerta de la cocina que da al corral.
La gata que ronroneaba sobre una
silla, al lado de la puerta salió corriendo y desapareció antes de que ésta se
cerrara.
-¿Federico eres tú? – Preguntó Adela
mientras seguía dando cera roja al suelo del comedor. Suelo que la gloria hacía
sumamente agradable por el calor.
- ¡Quién voy a ser… cojones! ¿Sabes
que horas son?
-No. No lo sé. Pero llegas antes que
ningún otro día… ¿Pasa algo? – Se volvió a oír otro ruido seco. Algo que había
caído al suelo en la cocina.
Adela dejó la cera, se incorporó del
suelo, y asustada dio cinco pasos hacia la cocina.
Allí estaba Federico, tiritando de frío, arrimado a la lumbre y una banca en el
suelo.
-¡Maldita helada! – dijo - ¡Nos mata a los animales y me mata a mí! ¡Atiza la
lumbre mujer! Mis manos están congeladas de sujetar los ramales y apenas las
muevo ni para coger las tenazas. ¡Atiza la lumbre mujer que estoy jodido frío!
Cada año siento más el frío. Cada año la misma lluvia me empapa más. Cada año
me cuesta más hacer lo mismo. Y cada año a las mulas les cuesta más el
trabajar. Estoy aburrido y amargado. Solo. Solo desde que Antonio se fue a la
maldita ciudad. Ya se lo hubiese dejado todo a él y tendría para vivir.
¡Maldita sea mi estampa!
Adela tomó el fuelle lo dirigió a la lumbre y sopló con él. Surgieron las
llamas al quemar la paja entera. Echó unos palos del manojo del sarmiento que
tenía bajo el hogar.
Levantó la banca y arrimándola a la lumbre hizo que Federico se sentara.
-Tienes la ropa congelada
-¡Tengo hasta el alma congelada!
¡Maldita sementera! Nunca la hice en condiciones tan raras de tiempo! Ni tan
raras de espíritu.
- La niebla aún no ha levantado, y ya
es mediodía – dijo Adela.
- Ni ha levantado ni levantará ya. El
campo está helado. Hay que trabajar tres veces más para abrir el surco. El
ganado se cansa y cada pasada la haces con más frío. De los canalones cuelgan
carámbanos cojonudos. Les tendremos ya para toda la Navidad. ¡Atiza la lumbre
mujer! Acércate al pajar trae
una cepa y échala.
- Sabes que ahora no. Me quemará el cocido y no le falta mucho para estar. Para
cuando termine la sopa, traigo la cepa. Ahora reaccionarás – dijo Adela.
- ¡Maldita sea mi estampa! No he
sido capaz ni de quitar los arreos a las mulas. Están hasta con el collarón
puesto. Las metí en la cuadra y cerré la puerta. He de darlas una vuelta. Ni
siquiera paja las eché de comer. ¡Cada día voy a menos. Si alguien me ayudase!
Dijo Federico tapándose la cara con
las manos. Un par de lágrimas mojaron sus manos agrietadas y curtidas por los
trabajos del campo. ¿Las causó el frío? Yo creo que no.
-Deja de lamentarte. ¡Quejica! Que ya lo hago yo.
Dijo Adela mientras salía por la
puerta envuelta en el chal negro y arrastrando las albarcas que había calzado
en sus pies.
Federico comenzó a reaccionar. Movió sus manos, desde la cara hasta casi
meterlas en la lumbre.
Se llevó una mano al bolso del pantalón remendado de pana y sacó el moquero.
Se limpió los ojos, pasó a la nariz y
de ahí a la boca limpiándose
la saliva y el moco
congelado.
Se quitó la gorra, escarchada por el frío de la helada. La sacudió contra sus rodillas antes
de volver a ponérsela.
Un hombre sin gorra es como un palomar
sin techo, pensó por un instante. Entran todos los bichos.
Ya se encontraba más a gusto. Se llevó la mano al bolsillo del chaleco y sacó
la petaca. Tomó del librillo un papel de fumar, lo sujeto entre los dedos y
sobre la palma de la mano, echó tabaco suficiente, para después de quitarle los
“palos”, liarse un cigarrillo.
Con las tenazas cogió un palo de
sarmiento que ardía en la lumbre y encendió el cigarro. Aspiró del mismo fuerte
y profundamente. Y al soltarlo por su boca lleno de humo la cocina. Tampoco era
de exagerar, por el tamaño
de la cocina no se trataba de una proeza.
Fumando le encontró Adela a su vuelta. Se quitó el chal de por encima y lo
colgó en un gancho y dejó las albarcas al lado de la puerta.
- Ya están aviadas las dos mulas. Les he quitado los arreos, las eché en el
pesebre paja y cebada, y en el suelo una cama nueva de paja, para que maten el
frío. También estaban congeladas. ¡¡Por cierto a la que no he visto ha sido a
la perra!!
Dijo Adela mientras dejaba bajo el
hogar la cepa para echar en la lumbre después de hacer la sopa.
- ¿La perra? Por el pinar de Carrespinar la dejé, corriendo un conejo entre los
pinos. Si no ha venido, ha cazado y volverá tras el banquete. ¡¡ Llevaba dos
días sin comer, más que las sobras que le damos!! ¡¡Pa morir de un atracón!!
¿Sabes algo nuevo de los hijos? – Preguntó Federico como sospechando algo, pues
la Adela ya
hubiese contado si fuese algo bueno.
- ¡¡Ahí va dios Federico ya se me olvidaba!! Vino esta mañana Carmen, la
telefonista, pa decirme que había llamado la Mari y que volvería a llamar al rato. Bajé pa allá.
Llamó al poco. Se oía muy mal y sabes que yo no soy capaz de hablar por esos
aparatos. Pero cogí el recao: No estaba la señora de la casa y por eso llamaba.
Que no vendrán a cenar. Ni pueden venir mañana a comer. Ni ella ni el Antonio.
Ella ha de servir la cena a los señoritos y él trabaja hoy en la obra hasta el
mediodía.. Que cenarán en casa del tío Ciriaco. Mandó besos. Y calló - dijo
Adela temerosa de la reacción de Federico.
La cocina no solo quedó en silencio y encogida aún más, sino fría como el
corral.
El calor que antes había, desapareció,
helando las almas de los dos.
El silencio que duró un buen rato, solo se rompía por el ruido de Adela al
aspirar los mocos que el llorar producen.
-¡Ese cabrón, si que vive bien!
- ¿Quién? – preguntó Adela.
- ¡Quién va ser!! Mi hermano Ciriaco.
Me vendió su parte. Nos reíamos cuando se fue a la ciudad. ¡Y “ay” le tienes!
Portero, con traje, sin hincarla. El carbón no le falta pa su cocina, que es de
la comunidad. Y ahora en Navidad encima le regalan los vecinos cosas. ¡Fue más
listo que yo maldita sea mi estampa! Y al final se terminará quedando con lo
que él nunca pudo tener… mis hijos – Dijo Federico lleno de ira y rencor.
-¡Ellos vendrán Federico, somos sus
padres!- dijo Adela sin dejar de llorar
- Poco, Adela, poco. Vendrán muy
poco. Y cuando le cojan el gusto a venir nosotros ya no les veremos. ¡Puta
vida! – Dijo Federico volviéndose a llevar las manos a la cara.
No había asimilado ni asimilaría la
marcha de Antonio del pueblo para trabajar de peón en una obra de la ciudad.
¡Si alguien le viese!. Él le hubiera dejado la labranza y le hubiera ayudado
solo por la manutención de él y de Adela. Él había sacado a dos, bien podía
sacar a otros dos y encargarse de sus padres.
Lo de Mari lo podía entender. No tenia
futuro en el pueblo, y la labranza no daba para repartir. Además no había mozo
en el pueblo que la mereciera y en la ciudad tendría su oportunidad. ¡Pero
Antonio!
Era algo que no ha dejado de darlo
vueltas en su cabeza desde el mismo día y hora que anunció que se iba a la
ciudad, que su tío le había buscado trabajo.
Pensaba y pensaba y no dejaba de
pensar, hasta que se quedó dormido frente al hogar.
Adela aprovechó y sigilosamente coló
el caldo del puchero grande, donde cocían garbanzos, espinazo de cerdo, tocino
rancio, y un buen trozo de carne de falda que había comprado al “cortador” ayer
por la tarde.
Con el caldo separado en una olla más
pequeña, esperó a que hirviera. Y añadió la sopa.
Atizó el fuego en un lugar alejado y
puso sobre la trébede un sartén con manteca. Se acercó a la alacena de donde
sacó una bandeja vieja de cristal con la pasta de los rellenos, que había
preparado la noche anterior. Apenas hizo cuatro y los echó a la sartén.
Después de limpiarse las lagrimas
varias veces mientras no para de aderezar la comida y oír como Federico
roncaba, ya tenía todo en su punto.
Colocó en la camilla de la cocina dos
platos de barro. Dos vasos y llenó la jarra de vino.
Sirvió la sopa para que fuese
enfriándose y despertó a Federico.
- ¡Federico! – Dijo golpeándole fuerte
en el hombro.
-¡Me vas a tirar al fuego! –
gruñó Federico haciendo un gesto de querer quitar la mano de Adela de su
hombro.
-¡Vamos gruñón a comer! – dijo
Adela.
Giró la banca Federico y se situó en
la camilla. Frente al plato de barro humeante del calor de la sopa. Esperó.
Adela estaba frente a él pero no se
miraban. Sus ojos no se levantaban del plato.
Estaban ya terminando los garbanzos
cuando Adela quiso romper el hielo y preguntó:
- ¿Cuando matarás el gallo?
Federico la miró con los ojos muy
abiertos y con cierto aire de amargura en su gesto de la cara.
- ¿El gallo, pa ti y pa mi? Ca. Nada
de eso.
- Federico – dijo Adela – es costumbre
en tu casa de siempre comer gallo por el día Navidad.
- Mañana un día normal. ¡No hay
nada que celebrar! No pienso ni ir al café!
Así se joden que no podrán preguntar,
nada que no les interese. Voy a limpiar las cuadras. ¡Todas!. La de las mulas,
el gallinero y la de los cerdos.
Y guardó silencio mientras Adela había
vuelto a llorar.
- Pa cenar esta noche haces unas
sopas de ajo, de esas que te salen a ¡gloria bendita! y sacas lomo del puchero
la manteca. Pa ti y pa mi ya hay cena. Luego si quieres salimos a la Misa del Gallo… y si quieres
con el traje de pana nuevo. Y después a la cama que mucho frío si que hará. El
gallo lo dejamos pa fiestas. ¡A ver si vendrán!
-¿Y ni siquiera irás a maitinar
después de la Misa
del Gallo?
- ¿Pa qué Adela? ¿Hay algo que
celebrar? Y todos tendrán algo que preguntar, ¡si les conozco yo! Siempre te
dije Adela que había dos navidades bien distintas. Una cuando todos están.
Otra, cuando comienzan a faltar.
Si nos descuidamos… ¡¡ni la perra vendrá!!
Terminaron de comer de nuevo en
silencio. En silencio se levantó Federico de su banca. Se acercó al hogar cogió
el moquero que había colgado de la alambre para secar y salió de la cocina
comino de su habitación.
Se quito la chaqueta, el chaleco y la
camisa. Se quitó el pantalón y con la camiseta de algodón de invierno y los
calzones largos, sin quitarse los calcetines de lana se metió en la cama,
esperando dormir buena siesta.
Adela tras recoger la mesa y
fregar quiso seguirle. Pero no pudo. Salio al corral a entreabrir la puerta del
mismo por si volvía la perra, tuviera por donde entrar y no despertase a
Federico al ladrar.
Volvió a la cocina. Sacó la hogaza de
pan ya casi duro y se puso a migar. Lloraba más que migaba. Con los ronquidos
de Federico ella sobre la camilla cayó rendida.
Fuera la niebla no levantaba y
la helada no había parado en todo el día. En la calle los niños de vez en
cuando pasaban cantando villancicos. Si no era así, el silencio dominaba,
fuera, dentro y en las almas.
Federico y Adela vivieron en el
pueblo unos años más.
El gallo salvó las fiestas de
ese año.
Unas tres navidades y dos fiestas más.
Se había convertido en un doloroso
símbolo. Símbolo que también murió.
Antonio y la Mari
volvieron entre navidad y fiestas. Volvieron un miércoles de ceniza a la tarde
y volvieron a sus padres enterrar.
Un martes de carnaval murió Federico
por la tarde. Los pulmones.
Un miércoles de ceniza, a la mañana,
murió Adela de soledad.
Lloraron las campas de la torre. A
nadie más se le oyó llorar. Silencio no había. Los nietos que no conocieron no
dejaban de jugar.
La casa cerrada estaba hasta hace pocos años. Cerrada y bien cerrada hasta que
año tras año fue cayéndose y
la hicieron solar.
De la perra jamás se supo más.